El Fulano, un día en prisión

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El Fulano, un día en prisión

Fotografía tomada por Adriana Bernal.

Fotografía tomada por Adriana Bernal.

Por: Gazu.

Estación de Policía El Centenario, 7 de noviembre de 2016.

El Fulano estaba detenido y guardaba la esperanza de salir para su casa. El Fulano, ese Fulano, gritaba el policía. El ritmo cardiaco le aumentaba con cada grito, sospechando que las cosas no saldrían como él esperaba. Se preparaba para la terrible noticia. “Señor Fulano”, le decía el tombo mientras sostenía en sus manos una hoja que decía mientras veía: “está usted condenado a cinco años y tres meses en La picota, ¿quiere llamar a un familiar?, ¿a un amigo?, ¿cincuenta, cincuenta?”, parecía Pablo Laserna en ese programa ¿Quién quiere ser millonario? El Fulano, triste, desconcertado, no tuvo más remedio que comunicarse con su madrecita querida, a la que jamás y nunca mentiría.

Minutos más tarde, el Fulano se encuentra en la patrulla y, como si se tratara de un viaje, la maleta, en una mano y en la otra, la colchoneta. Como si se tratara de un paquete que hay que entregar puerta a puerta, subió a la patrulla con dirección a La Picota, triste, meditabundo, sumergido en sus pensamientos, preguntándose ¿Estaré dormido? ¿Estaré despierto? ¿Esto es real? ¿Es una ilusión?

El Fulano oraba a Dios porque este viaje fuese eterno, pero al detenerse el vehículo, invadido por el miedo gracias a las historias que suelen contar de estos lugares, que los describen más como un infierno que como un cementerio para vivos, con derecho a una llamada, El Fulano entendió que había llegado a su destino, a ese terrible lugar llamado La Cárcel.

En la cara del Fulano se dibujaba el terror, sus piernas temblaban de pavor, un vacío profundo en su pecho y un extraño hormigueo en su vientre, señales todas de un suceso inevitable. La puerta se abrió, como si se tratara de unas vacaciones donde llegas al hotel y el valet parking te abre la puerta y te acompaña hasta la entrada del hotel, pasas al vestíbulo para registrar tu entrada. Bueno, esto para él fue algo similar, sólo que no se bajó de la limusina, sino de una patrulla, no era el valet, sino un tombo, no era un hotel sino una prisión, el Erón, que más bien parece un conjunto residencial para delincuentes.

Era la noche de ese mismo día y el Fulano aún no las creía, fue dirigido a los módulos de guardia interna donde lo esperaban dos azules con rostros rígidos y dos labradores obesos, gordos, sobrealimentados, que cumplen con su trabajo de olfatear reclusos en busca de un buen botín.

Poco a poco, El Fulano fue aceptado con tristeza su cruda realidad, ahora soy un reo más.

Una vez terminaron de registrarlo procedieron a escoltar al nuevo huésped hasta las celdas primarias, en donde pasaría por un proceso al cual son sometidas las ovejas, esquilación, donde nadie se salva: sin excepción de personas, todos son trasquilados. El Fulano veía cómo rapaban a otros, mientras esperaba su turno en la fila, y como si se tratara de Sansón cuando le cortaron la melena, su moral se debilitó.

He llegado a este lugar, ¿ahora qué?, se preguntó desconcertado, fue así el primer día de hospedaje. Eso sí, buena atención: peluqueada gratis, servicio de wimpi a la celda, baño privado a la vista del público, y, lo mejor de todo, que no estaba solo en la misma situación de El Fulano resignado. Esa noche durmió esperando en la mañana despertar en otra realidad.