Levantando las ruinas

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Levantando las ruinas

                                                                                                                                  Imagen realizada por Magaly Vega.

Por: Dagoberto Pinto. 

Lo que esperas es lograr sacarle algo de provecho al día que comienza. Tienes la esperanza de que éste no termine siendo lo que fueron otros: rutina y tedio, pero es inevitable que en el primer recorrido por el pasillo aparezca un compañero vociferando su inconformidad y sembrando en el aire la ramazón de espinas que terminará, seguramente, por arruinarlo todo. De ahí en adelante la batalla se da contra ese pensamiento, contra ese insistente augurio, por eso no es raro que [veas] a quien, andando de un lado para otro, gesticula queriendo quizás derribar al cuervo de sombras que le aletea en la cara.

Luego de ir al baño, lavarte los dientes y saludar a un par de amigos regresas a la celda, acomodas las cobijas y alistas el menaje para esperar el llamado a desayunar. Si en el pasillo la televisión está encendida y sintonizando el noticiero, esto no te ayudará, porque, como cada día, la corrupción ocupará la primera plana y no faltará el senador que, con eufemismo y lenguaje tautológico, intentará decir que el asunto no es tan grave y que la solución definitivamente no es aumentar las penas para los corruptos. Esto despertará tu indignación.

Al primer llamado para el desayuno te diriges al lugar de reparto para recibir un vaso de algo que el Estado ha pagado como leche, pero que a ti llega reducido a agua blanqueada e insípida. [Recibes] un pan (si tienes suerte) o una arepa congelada (si no la tienes), una lonja de mortadela o un caldo (si no tienes suerte) o una rebanada de queso y fruta [si la tienes]. Luego esperas que llegue la guardia entrante, que cuenten para salir hacia los lugares de descuento donde se puede respirar un aire menos denso, pero no. Después de la contada entra la estampida: docenas de ellos, armados con perros, martillo, cinceles, detectores de metales y con escudos que seguramente estropearán más que tu ánimo. Todos somos llevados a la parte trasera del patio, reducidos a la mera ropa interior y requisados por uno de ellos que te mira despectivamente, como quien trata de inducirte a una delación, pero tú no sabes nada y cumples sin sobresaltos con lo que se te ha ordenado. No puedes correr el riesgo de responder a la mirada insultante y a los gestos despectivos de la misma manera, porque te expondrías a la reprimenda y no sería algo digno de recordar.

Luego, cuando termina la requisa de los reos, ellos suben a los pasillos a ultrajar nuestras pertenencias. Sin el menor cuidado han mezclado el jabón en polvo con los alimentos, han regado la crema de afeitar sobre la ropa, se han comido tu tarro de salchichas y se han tomado tu gaseosa, así que te dejan sin provisión para mañana sábado, ya no tendrás qué ofrecerle a tu hermano que viene a visitarte después de cuatro años de no verlo. Cuando ellos salen del pabellón, subes y, al asomarte al pasillo, no sabes si llorar o reír de la impotencia. Todas tus cosas ruedan por el piso confundidas con las pertenencias de tus compañeros y muchas de ellas, después del tsunami, quedan inservibles, así es que te das cuenta de que el mal presagio no era infundado y efectivamente este no fue un día de paz en medio de la gran tormenta que vives. Lo más difícil de entender es por qué arruinaron tu antología de poesía colombiana; te resulta inexplicable la tronera que le hicieron a la ducha dejándola inservible, quieres maldecirlos, llamarlos perros hijos de perra, pero no, tu corazón amante de la doctrina de Jesucristo no puede dejarse empujar por la ira y continúas recogiendo de entre los escombros tus pertenencias. Llegas al punto de no poder contener tus lágrimas cuando descubres la camiseta, que te regaló la mujer que amas, arruinada porque en medio de la refriega algún clavo rasgó su cuello y la dejó apta para trapo de limpiar. Tú, que en ella veías la ternura de tu mujer reflejada, no entiendes nada, te sientes humillado, por debajeado, pero debes continuar, no se te puede olvidar que estás preso y que aquí, quizás sólo aquí, no le importas a nadie.